martes, 4 de mayo de 2010

Hijos de la revolución


No podía dormir; rebuscando entre las cajas aun embaladas por la reciente mudanza encontré una vieja cinta de VHS en cuya etiqueta, apenas visible evidenciando el paso de los años, aun podía leerse "febrero del 95". No había pasado media hora desde el comienzo de la cinta cuando me calcé las viejas chuck taylor y me sumergí en la metrópoli.

Paralela al curso fluvial de la Gran Vía fui a desembocar en el parque del Retiro; se veía tan triste y solitario a esas horas de la madrugada. Sin embargo, aun no he sido capaz de olvidar la hermosa imagen del amanecer abriéndose paso entre sus ennegrecidos barrotes.

Una tapa de latón cayó al suelo. A mi lado, un gato de pelo pardo husmeaba entre los despojos del día anterior en busca de algo que poder llevarse a la boca. Vacié los bolsillos y le acerqué los restos de un paquete de galletas; acto seguido me levanté y continué dirección Atocha.

Tras sortear a los primeros infelices que se dirigían a trabajar café en mano, alcancé un vagón de metro. No sabía ni su dirección ni la línea que cubría, pero la música procedente de uno de sus vagones me guió hasta la próxima parada.

Cuando salí a la calle aun no se habían apagado las farolas, y una tenue neblina lo cubría todo, aportándole al paisaje el ánima de un castillo abandonado.

Vagaba por sus jardines intentando encontrar el camino de vuelta a casa. El suelo estaba mojado y el frío me calaba los huesos, pero todo fue inútil. No sabía donde estaba, no tenía la menor idea de hasta donde me había conducido aquella melodía.

Y entonces cayó el telón, se apagaron las luces y una lágrima se perdió entre el aplauso del público, precisamente aquella noche en la que no podía dormir y me puse a rebuscar entre las cajas aun embaladas por la reciente mudanza...


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